Era un día de verano, estaba viendo obras por la Anoia, en una zona donde la cobertura del móvil depende de cinco metros. En un desplazamiento oí el inconfundible pitido que me indica que tengo mensajes, lo saqué del bolsillo y lo miré, me sorprendí y asusté, quince mensajes en catorce minutos. Tenía a mi compañero de vacaciones y sospechaba que tantas llamadas sólo podían tener un significado: un accidente muy grave. Llamé al 123 y mis temores se confirmaron, uno de los mandos más importantes de la empresa dejó el primer mensaje: Juan Manuel, llámame inmediatamente, ha habido un accidente.
No debía decir más, de ser un accidente leve, como un hueso roto o algo menos estridente sólo habría una o dos llamadas, tres a lo sumo. Busqué un lugar elevado desde donde llamar, las rayas de cobertura se iluminaron totalmente y telefoneé. No tenía que decir nada, mi número está en la memoria de todos los mandos. -Hola Juan Manuel – el saludo ya me informaba, en vez de buenos días, un frío hola. –Ha ocurrido un accidente eléctrico-. Pude meter baza. -¿Quién?. Respuesta seca – Antolín-. -¿Cómo está?- hice la pregunta con el corazón en un puño, el operario es de trabajos en alta tensión y una gran persona.- Se lo ha llevado la ambulancia-. Respiré algo mejor, una ambulancia era indicio de que seguía vivo, después más explicaciones, más llamadas, debía ir a buscar a Gloria su hija al trabajo e informarla.
Por fin localice la tienda donde trabaja, está en Manresa a unos 50 Km. de donde me encontraba cuando me enteré, nadie había querido informar a la familia, me tocaba a mí, como siempre. Entré en la tienda y pregunté por ella, me presenté y se lo comuniqué de manera escueta, impersonal: -tu padre a tenido un accidente y está en el hospital-, palideció, parecía que le fallarían las piernas pero aguantó, es una chica dura, como su padre. Cogió el bolso, le indiqué que yo la llevaría, no es cuestión de que cogiera su coche, subió al vehículo; despertó del shock y ahora comenzaba la batería de preguntas, muchas de las cuales yo mismo me hacía: -¿Cómo está?, ¿Qué ha pasado?, ¿está bien?-. Yo no tenía las respuestas, ni nadie de la empresa, sólo los médicos que habían atendido a Antolín desde que lo bajaron de la torre de alta tensión y se lo llevaron vivo, las desconocía pero intenté calmarla: -Que se lo haya llevado la ambulancia es malo, que esté en Manresa es bueno-.
Llegamos al hospital, dejé el coche en el aparcamiento y la ayudé a llegar, le temblaban las manos y aguantaba unas lágrimas que se adivinan en sus pupilas, no obstante, andaba firme, segura. Me descubrí ante su arrojo, su determinación, es pastada a Antolín. Nos plantamos delante del despacho del doctor, le informé una vez más: -lo que diga el doctor sólo es para ti, a mi me gustaría estar, pero tú decides-, ella asintió. Primera sorpresa, la doctora es una amiga mía, me preguntó si era mi padre y le expliqué los detalles, la doctora, como buen profesional le comentó una vez más que yo sólo puedo estar allí si ella lo autorizaba. Respondió con frases precisas, sin derrochar voz ni palabras inútiles, otra vez volvió a suscitarme asombro, donde la mayoría de personas llora ya y apenas balbucean monosílabos, ella demostró sus genes.
Se sentó, yo permanecí de pie a su lado, Montse, la doctora, nos hizo saber que ya no se encontraba allí, lo habían transportado a la “Vall d’Ebrón” en helicóptero, se me escapó una mueca, di gracias que Gloria no me hubiera podido ver, en este momento se escaparon las primeras lágrimas de una hija por su padre. Montse siguió explicando las curas que había realizado y de su estado que se resumía en: vivo pero grave. El siguiente paso era localizar a Sofía, su mujer. Inmediatamente me ofrecí para llamarla, para informarle. No fue necesario, ella decidió telefonearla, estaba en Manresa, la recogimos. Enseguida comprobé que es más afectable, aunque era previsible. En el vehículo, por fin ambas se descargaron de la tensión acumulada, aunque era increíble ver la entereza de Gloria consolando a su madre.
Los días siguientes fueron de una angustia humana indescriptible, la vida de Antolín pendiente de que la hiladora acabara de sesgar aquel hilo de vida dañado al que se aferraba: quemaduras internas y externas, afecciones de órganos imprescindibles para la vida, amputación del brazo y por encima de todo… la esperanza. Su mujer, sus hijas, rezando todo el tiempo, robándole horas al día para seguir suplicando al todopoderoso. Se sucedieron mis visitas a la familia, comidas en el lúgubre restaurante del hospital, infundando ánimos a Sofía, consolando a la pequeña y diciéndome a mí mismo que hoy era el día, que hoy despertaría y que los médicos sonreirían para decir que estaba fuera de peligro; otra vez el anhelo, la fe en su fortaleza, en la de su familia, en la de sus amigos, entre los quería encontrarme. Y allí me plantaba horas con Sofía, largas charlas escuchándola mientras esperábamos la salida del médico, hablaba de Antolín, su Antolín, el nuestro. Conocí mucho más de él en esas guardias que hacíamos juntos, de su afición a la pesca, de su amor por las niñas, de sus ganas de vivir.
El accidente le arrebató un brazo, le dañó el hígado, los riñones, la piel, los músculos, pero no mermó su valor, su determinación, su cariño. Las quemaduras internas hicieron que sus órganos se hincharan, pero su corazón ya era grande antes del accidente, cuando despertó se deshizo por tranquilizar a todos, especialmente a su familia. Antolín es de una casta de personas que sólo conoces en los libros, los llaman héroes y yo lo conocí y marcó mi destino.
Seguimos en contacto todo el tiempo que estuvo de baja y aún después, coincidimos varias veces. En una ocasión, cuando ya había salido del hospital, me miró y me dijo: -gracias por todo-. Él no lo supo jamás, pero fue el momento culminante de mi carrera, donde supe que realmente mi trabajo era apreciado.
No debía decir más, de ser un accidente leve, como un hueso roto o algo menos estridente sólo habría una o dos llamadas, tres a lo sumo. Busqué un lugar elevado desde donde llamar, las rayas de cobertura se iluminaron totalmente y telefoneé. No tenía que decir nada, mi número está en la memoria de todos los mandos. -Hola Juan Manuel – el saludo ya me informaba, en vez de buenos días, un frío hola. –Ha ocurrido un accidente eléctrico-. Pude meter baza. -¿Quién?. Respuesta seca – Antolín-. -¿Cómo está?- hice la pregunta con el corazón en un puño, el operario es de trabajos en alta tensión y una gran persona.- Se lo ha llevado la ambulancia-. Respiré algo mejor, una ambulancia era indicio de que seguía vivo, después más explicaciones, más llamadas, debía ir a buscar a Gloria su hija al trabajo e informarla.
Por fin localice la tienda donde trabaja, está en Manresa a unos 50 Km. de donde me encontraba cuando me enteré, nadie había querido informar a la familia, me tocaba a mí, como siempre. Entré en la tienda y pregunté por ella, me presenté y se lo comuniqué de manera escueta, impersonal: -tu padre a tenido un accidente y está en el hospital-, palideció, parecía que le fallarían las piernas pero aguantó, es una chica dura, como su padre. Cogió el bolso, le indiqué que yo la llevaría, no es cuestión de que cogiera su coche, subió al vehículo; despertó del shock y ahora comenzaba la batería de preguntas, muchas de las cuales yo mismo me hacía: -¿Cómo está?, ¿Qué ha pasado?, ¿está bien?-. Yo no tenía las respuestas, ni nadie de la empresa, sólo los médicos que habían atendido a Antolín desde que lo bajaron de la torre de alta tensión y se lo llevaron vivo, las desconocía pero intenté calmarla: -Que se lo haya llevado la ambulancia es malo, que esté en Manresa es bueno-.
Llegamos al hospital, dejé el coche en el aparcamiento y la ayudé a llegar, le temblaban las manos y aguantaba unas lágrimas que se adivinan en sus pupilas, no obstante, andaba firme, segura. Me descubrí ante su arrojo, su determinación, es pastada a Antolín. Nos plantamos delante del despacho del doctor, le informé una vez más: -lo que diga el doctor sólo es para ti, a mi me gustaría estar, pero tú decides-, ella asintió. Primera sorpresa, la doctora es una amiga mía, me preguntó si era mi padre y le expliqué los detalles, la doctora, como buen profesional le comentó una vez más que yo sólo puedo estar allí si ella lo autorizaba. Respondió con frases precisas, sin derrochar voz ni palabras inútiles, otra vez volvió a suscitarme asombro, donde la mayoría de personas llora ya y apenas balbucean monosílabos, ella demostró sus genes.
Se sentó, yo permanecí de pie a su lado, Montse, la doctora, nos hizo saber que ya no se encontraba allí, lo habían transportado a la “Vall d’Ebrón” en helicóptero, se me escapó una mueca, di gracias que Gloria no me hubiera podido ver, en este momento se escaparon las primeras lágrimas de una hija por su padre. Montse siguió explicando las curas que había realizado y de su estado que se resumía en: vivo pero grave. El siguiente paso era localizar a Sofía, su mujer. Inmediatamente me ofrecí para llamarla, para informarle. No fue necesario, ella decidió telefonearla, estaba en Manresa, la recogimos. Enseguida comprobé que es más afectable, aunque era previsible. En el vehículo, por fin ambas se descargaron de la tensión acumulada, aunque era increíble ver la entereza de Gloria consolando a su madre.
Los días siguientes fueron de una angustia humana indescriptible, la vida de Antolín pendiente de que la hiladora acabara de sesgar aquel hilo de vida dañado al que se aferraba: quemaduras internas y externas, afecciones de órganos imprescindibles para la vida, amputación del brazo y por encima de todo… la esperanza. Su mujer, sus hijas, rezando todo el tiempo, robándole horas al día para seguir suplicando al todopoderoso. Se sucedieron mis visitas a la familia, comidas en el lúgubre restaurante del hospital, infundando ánimos a Sofía, consolando a la pequeña y diciéndome a mí mismo que hoy era el día, que hoy despertaría y que los médicos sonreirían para decir que estaba fuera de peligro; otra vez el anhelo, la fe en su fortaleza, en la de su familia, en la de sus amigos, entre los quería encontrarme. Y allí me plantaba horas con Sofía, largas charlas escuchándola mientras esperábamos la salida del médico, hablaba de Antolín, su Antolín, el nuestro. Conocí mucho más de él en esas guardias que hacíamos juntos, de su afición a la pesca, de su amor por las niñas, de sus ganas de vivir.
El accidente le arrebató un brazo, le dañó el hígado, los riñones, la piel, los músculos, pero no mermó su valor, su determinación, su cariño. Las quemaduras internas hicieron que sus órganos se hincharan, pero su corazón ya era grande antes del accidente, cuando despertó se deshizo por tranquilizar a todos, especialmente a su familia. Antolín es de una casta de personas que sólo conoces en los libros, los llaman héroes y yo lo conocí y marcó mi destino.
Seguimos en contacto todo el tiempo que estuvo de baja y aún después, coincidimos varias veces. En una ocasión, cuando ya había salido del hospital, me miró y me dijo: -gracias por todo-. Él no lo supo jamás, pero fue el momento culminante de mi carrera, donde supe que realmente mi trabajo era apreciado.
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