sábado, 6 de junio de 2009

EL TOPO

Nunca hay tiempo para nada que no sea la rutina, aunque suena a excusa, y muy probablemente sea verdad, siempre me decía a mi mismo: el día que esté en paro acabaré la novela, me pondré en forma con un poco de ejercicio, sacaré del huerto hasta petróleo y no sé cuantas promesas más. Lo curioso de todo esto es que siempre he sido fiel a mi palabra, lo que puedo asegurar sin embargo, es que a mí, sí me falto a la palabra dada, después de trece años por fin saboreo los frutos del paro, cobro sin trabajar, y eso sin ser rico ni funcionario. Poco es lo que he hecho en tres meses de mamar de la teta del gobierno, bueno, con una excepción, al huerto si le he metido mano.

Veinte metros cuadrados de tierra, como el salón de un piso normalito, o tres cuartos de piso de los necesarios según el gobierno para las nuevas familias, o la mitad del cuarto de baño de cualquier vecino según los anunciantes de limpiadores de azulejos, que no sé en qué país viven.

Muchas horas de trabajo al sol, lo labré a conciencia, le saqué las malas hierbas, lo aplané, preparé los surcos y planté de todo: cebollas, lechugas, escarolas, habas, calabacines… ¡un primor!, todo regadito. Un dineral me costó cambiar la reja y hasta puse flores en la entrada, esplendoroso.

La primera sorpresa fue una planta de acelgas que estaba mustia cuando el día anterior decía cómeme, pensé que había enfermado y no le di mayor importancia. Al día siguiente, la que parecía enferma era su hermana y la primera se me quedó en la mano al cogerla, ¡no tenía raíces!. Topos.

A decir verdad, a mi las acelgas me la traen algo así como muy floja, siempre las he encontrado insípidas, además, ¡que carajo!, el campo está lleno, así que cuando me piden, sólo tengo que apartarme cien metros del camino y recoger todas las que quiera.

Lo que ocurrió, es que el maldito topo, después de cepillarse en tiempo record las acelgas le metió mano, en este caso hocico, a las escarolas y eso me tocó los…, bueno, que ya no me hacía gracia. Así que pedí consejo, porqué yo de mi trabajo lo que queráis, pero del huerto, como que no. El amigo Amadeo me dijo que regara, que no les gusta el agua, pues el agua no sé, pero de cebollas y escarolas no dejó ni una pasado quince días. Y yo venga regar, hasta que después de una regada donde el agua se iba toda por los agujeros me dije: o está nadando o ha puesto una alfarería con tanto barro, así que yo, todo ufano, sabiéndome más grande y fuerte que esa rata subterránea me adentré en mis dominios, o sea, en mi huerto.

Para mi sorpresa, el suelo cedió a mis pies hasta la altura aproximada de mis atributos, que por suerte y debido a la poca velocidad del hundimiento no quedaron a la francesa, es decir: rotos, batidos y escaldados. En ese instante me volví por unos momentos católico, por lo menos en recuerdo; recuerdo haber mencionado la virgen con adorno, a San Pedro y a San Apapurcio, mi favorito para estas ocasiones tan especiales.

Llegados a este punto, como ustedes entenderán ya era personal, porque, que te coma las plantas, pase, que vayas a recoger un ajo porro y descubras que el muy cabrito, perdón, que el muy topo se lo ha comido entero, que ha subido por el tallo hasta arriba, pase, pero tirarse toda la tarde del domingo limpiando el coche de barro, te da mucho tiempo para pensar en venganza.

Pensé en clavarle astillas, en asarlo a fuego lento, en ahorcarlo, hasta en meterle una bengala por el culo y encenderla, pero todas aquellas intenciones que me dibujaban una sonrisa maquiavélica, tenían una pequeña dificultad: pillarlo vivo.

Dada la complejidad de aprisionarlo, pasé a las enseñanzas de Pius Font i Quer, el cual indicaba que la Datura, conocida por estos lares como “Estramoni”, es mano de santo para los topos, la planta no les gusta a estos insaciables roedores, ¡y es verdad!, lo comprobé cuando las puse y crecieron hasta el metro de altura, efectivamente no les gusta, vaya, que no las tocó, ahora bien, las raíces de las habas y de los calabacines debía ser para él como “nouveau cuisine”, porqué no dejó ni el agujero.

Por las noches soñaba con el bicho que se reía de mí, en mi huerto, comiéndose mis lechugas que plantaba. Nada que hacer, estaba resignado como un Napoleón cualquiera a punto de firmar la rendición y asumir su retiro a la seguridad del asfalto, dejando la tierra a personas más avezadas en eso de sacar frutos a la madre naturaleza.

Así que ya sin escarolas, ni habas, ni calabacines, ni cebollas, ni dignidad y con mi autoestima por los suelos por el fracaso de mi último intento. El cual consistió en atrapar una serpiente verde y dejarla suelta en el huerto, pero este plan tenía un pequeño fallo, mi vecino de huerto y amigo Amadeo no soporta las bichas, así que en cuanto la vio, la bautizó con la azada y toda su fuerza…, descanse en paz. Como iba diciendo, decidí regar las cuatro lechugas, las tomateras y los pimientos con la esperanza que el topo las narices no le gustara el nuevo menú. Y última sorpresa, nadando entre el cauce del riego: el topo. ¡Joputa! Ya eres mío, pensé, o quizás lo gritara, es igual, todas aquellas pesadillas, todas aquellas plantas que dieron su vida, todas aquellas horas arrodillado sacando gramalla y giba, por fin tuvieron razón de ser: la venganza.

Cogí a la bestia con dos dedos por detrás, como se hace con los gatos, primera decepción, era pequeño como un ratón de esos blancos que crían los niños. A estas alturas, ya me había imaginado un topo-rata de tamaño “guinness” de los records, con dientes afilados y espuma en la boca, y en vez de eso, tenía ante las manos una versión del topo Gigio con ojos negritos, empapado y asustado, los grititos que emitía de ayuda me acabaron de robar el corazón, se acabó la venganza antes de comenzar.

Lo salvé de un colega de huerto que insistía en espachurrarlo contra el suelo a fin de que no pudiera hacer más la puñeta, lo llevé a casa, allí no se daba crédito, mi hija le hizo una foto porque era muy bonito, mi mujer: que parece mentira la que he liado por un animalito tan lindo y pequeño, esto último de pequeño remarcándolo y hundiéndome de paso en la miseria, y el niño pequeño cogiéndolo entre sus manos y acariciándolo como si de un Hámster cualquiera se tratara.

En fin, que tuve que ir con el niño a dejarlo libre en el campo cerca de casa, ante el disgusto del pequeño, que no entendía por qué no nos lo podíamos quedar. Después subí a casa y me reconforté pensando que no siempre gana el más grande ni el más fuerte, y dejemos lo del más inteligente porque aun no me he recuperado anímicamente, entonces es cuando volvió mi mujercita a la carga:

- ¿Qué? –me dijo- ¿Cómo lo has pillado?.
- En el riego –le contesté-.
- si que va a ser del riego, sí. -respondió ella mirándome-.