martes, 8 de septiembre de 2009

EL BANCO

Los hombres en general somos muy simples y nos hace felices cosas muy tontas, en mi caso son las tardes de tranquilidad en la terraza. El piso donde vivo tiene dos terrazas, en una de ellas se encuentra mi lugar favorito. Mi banco. Es un banco normal, con dos laterales de hierro fundido unidos mediante una docena de listones, vaya, de esos que puedes comprar en cualquier gran superficie.

Cuando me siento abrumado, cansado, debo pensar o simplemente disfrutar del fin de jornada con una cervecita, salgo a la terraza y contemplo los huertos que bordean el Llobregat, como además es la última casa del pueblo no suele haber transito, así que la tranquilidad de la tarde sólo es rota por los vecinos que pasean las mascotas hasta el campo que nace justo después de mi casa. Como es un segundo piso, puedo observar desde lo alto cual Dios inquisitivo observando su creación. Debo decir que es en extremo relajante contemplar las montañas, el río y los vehículos que a lo lejos pasan veloces por la lejana autovía, antojándose seres de otro mundo con prisas ajenas a mi propósito.

Las lluvias ligeras acaparan toda mi atención desde tan prodigiosa y panorámica vista, incluso las fuertes si el viento no me tira encima el agua, es cierto que la magia del lugar se debe en parte al banco en el que coloco mis posaderas. No, no es que sea cómodo, ni un recuerdo nostálgico ni nada parecido. Cuando me hipotequé en el piso, lo primero que hice fue comprar y montar el banco. Aquella terraza, lo juro, fue pensada para un banco de jardín.

El paro me deja mucho tiempo para invertir en fantasías y la terraza toma su protagonismo por las tardes. No hace mucho, mi mujer salió a la terraza y se puso a observarme como desperdiciaba la última hora de la tarde viendo avanzar las nubes de oeste a este. Me dijo muy tranquilamente –este banco ha tenido tiempos mejores- después se encogió de hombros y volvió a adentrarse en los dominios de la televisión.

Dejé de mirar las nubes para desviar mi atención a mi querido banco, ciertamente hacía diez años que compramos el piso y el asiento ha estado siempre expuesto en la calle, acosado por el frio, el viento y las lluvias del prepirineo. Los laterales de fundición habían perdido bastante pintura y se veían partes oxidadas, los listones por su parte, estaban agrietados y secos. Así que me hice el propósito de reparar aquel maravilloso lugar de meditación.

Aprovechaba las mañanas en que mi mujer iba a trabajar para ponerme manos a la obra. Marqué y desmonté el banco. Comencé por los laterales metálicos; con papel de lija pulí toda la superficie y después las pinté con negro brillante. Las maderas fueron más entretenidas; primero lijé con papel de vidrio, después tapé y repasé con masilla, vuelta a pulir y por último, un barnizado de dos capas con sumo cariño. A la hora de montar compré todos los tornillos nuevos.

Estaba listo; con sus partes metálicas brillando al sol, con sus listones insinuando: siéntate, con sus dorados tornillos destacando entre las marrones maderas y los negros hierros. Esa misma tarde se lo enseñaría a mi mujer, pero de momento decidí ir a dar un paseo con el peque, un poco de ejercicio para hacer el reestreno como se merece, un poco cansado y con la cervecita bien fresca. Así que puse una jarra en el congelador y me llevé al niño a pasear con su moto eléctrica. Volvimos sobre las siete y media de la tarde, entramos a casa y encontré a mi mujer viendo la tele y con una extraña sonrisa.

- Hola- dijo alegremente -tengo una sorpresa para ti.

Entonces me arrastró hacia mi terraza y contemplé un horrible banco de plástico donde horas antes estaba parte de mi cordura. Atiné a balbucear.

- ¿Qué has hecho?.
- He encargado este banco nuevo y he hecho que se llevaran el viejo, – me dice con una sonrisa estúpida en la cara- es raro, pero los montadores quedaron extrañados de que quisiera tirar el viejo, ya ves tú, como si quisiera aquel destartalado banco para algo... ¡huy!, mira que tonto, si hasta llora de emoción.

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